A veces me cuesta cerrar los ojos simplemente. Vienen a mi memoria imágenes de vidas anteriores, luces de ensueño y aromas de otoño.
Creo que extraño las estaciones largas de antaño, de esas que ya no existen, esas que duraban una eternidad. A lo lejos se podían identificar, por el comportamiento propio de la naturaleza, la temperatura que rodeaba el instante aquel, el frío que no desgarra y la calidez primaveral que fue arrollada por el calor infernal de la tierra.
La alfombra anaranjada, que es la pasarela de enamorados eternos, el camino inquieto permanente que atrae diversos sentidos, algunos tangibles y otros no tanto.
Los farolillos algo nublados, con esa típica luz amarilla de postal de fotografías que trascienden a través de generaciones en cuadros añejos llenos de polvo en casas viejas de veraneo o que son fondos de poemas compitiendo a la par con las graficas de puestas de sol y parejas de humanos jurándose amor sincero.
Las postales no son mi problema, ni el otoño , tampoco el invierno, mi problema es la indiferencia, la poca luz que opaca tus ojos y algo de esa sombra que oculta el brillo de tus ínfimos labios.
Que ganas de poder conservar tus olores frescos de tierra húmeda al atardecer, mantenerlos en un frasco entreabierto cerca de la miel de tus ojos penetrantes llenos de timidez altanera y protesta continua.
Que tortuoso se torna un simple cerrar de ojos, si veo la nieve tan cerca y el frío irrumpe despavorido cada centímetro de esta piel áspera.
Que liviano se siente el pecho después de un hondo respirar sin culpas ni remordimientos turbios, simplemente un grato momento rojizo, anaranjado, amarillo alegre, simplemente fresco.
Para que protesto si el que es incapaz de apreciar todas tus adorables virtudes soy yo, el absurdo, el que no puede sostener tus manos llenas de vida y las confunde con tristeza es este señor. Cegado al no poder observar que todo el cambio que hay dentro de ti es la inagotable fuerza de la renovación jovial de un suspiro permanente. Como siempre el problema soy yo.
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